En lo alto, una luna redonda y nosotros, ante una aventura de las gordas. A veces basta con mirar a nuestro alrededor de otra manera. Lo he pensado muchas veces; creo que hace ya un montón de años hasta lo llevé a niveles filosóficos, con una cerveza entre las manos. “Fíjate en estos peregrinos”, reflexionaba mientras saboreaba una copa de Triple Karmeliet. “Para ellos, este día puede quedarse grabado para siempre, y nosotros aquí, simplemente un día más”. La apertura de mente que te brinda una aventura –o estar inmerso en una gran ruta de trekking– es algo digno de estudio.
Pero, ¿para llegar a esa experiencia, realmente necesitamos irnos tan lejos? El aventurero Alastair Humphreys acuñó el término “microaventura” para animar a la gente a salir de casa, abandonar la zona de confort y explorar. Y eso era precisamente lo que hacíamos: habíamos cambiado la tarde de juegos en la plaza por ponernos unos frontales e ir a explorar los senderos cercanos. Toda una “mini microaventura”, en la que yo, como padre, intentaba sembrar en ellos el espíritu de exploración. Quizás en el futuro sueñen con grandes aventuras –como la Transpirenaica–, o tal vez no, pero al menos llevarán consigo esa mirada de descubrimiento en todo lo que hagan.
Y así, un paseo cerca de casa se transforma en una experiencia mágica para mis hijos. Lo confirmé cuando Jon le contó a su madre que un monstruo enorme había aparecido y que él, todo valiente, había sacado su espada y lo había hecho retroceder. Yo no vi al monstruo… quizá me faltó esa mirada.
Un abrazo,
Edu
P.D. Aquí os dejo un poco de material gráfico de la “mini microaventura”. Se puede ver el monstruo al fondo. ;)
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